En los inicios de la Iglesia, los Obispos asumieron personalmente la función judicial para resolver conflictos entre cristianos, o entre fieles y la propia Iglesia. Pero a partir del siglo IV, cuando la vida eclesial se fue complicando y los Obispos estaban más ocupados, poco a poco empezaron a compartir la función judicial con unos jueces ayudantes (la episcopalis audientia), hasta que finalmente les confiaron completamente esta función para dictar justicia en nombre del propio Obispo. Habían nacido los Tribunales eclesiásticos.
En la actualidad, el Derecho canónico preceptúa que el Obispo diocesano es el juez nato en su diócesis, pero que debe nombrar un Vicario Judicial que ejerza ordinariamente de juez en su nombre (cc. 1419-1420). Este Vicario Judicial, con el resto de jueces y de oficiales, constituyen el Tribunal Eclesiástico diocesano.
El Tribunal eclesiástico diocesano juzga los procesos en primera instancia, y contra sus sentencias se puede presentar recurso de apelación en segunda instancia ante el Tribunal eclesiástico metropolitano (que es el Tribunal de la archidiócesis, aquella diócesis regida por un Arzobispo y que agrupa en una provincia eclesiastica un conjunto de diócesis sufragáneas). Contra la sentencia de segunda instancia se puede recurrir en apelación a la Santa Sede, en concreto al Tribunal Apostólico de la Rota Romana (que juzga en nombre del Papa).
Por una disposición vigente desde el siglo XVI, España cuenta con un Tribunal de la Rota propio en la Nunciatura Apostólica en Madrid.